Padre René Laurentín (1991)
Los factores convergentes que han devaluado y orillado las apariciones han hecho prevalecer principios todavía corrientes, pero que tienden a ser superados. Por ejemplo, éste:
En tanto que una aparición no sea reconocida oficialmente por la Iglesia, no hay que hablar de ella, ni acudir allí. Hay que esperar. De lo contrario, se cae en la imprudencia, el desorden y la desobediencia.
Tal posición no es la tradicional de la Iglesia. En el tiempo de los profetas, en el tiempo de Cristo, y cada vez que han surgido apariciones a otros signos extraordinarios en la Iglesia, el pueblo cristiano, en la medida en que creía y amaba a Dios, ha acudido hacia estas señales celestiales con los ojos y el corazón abiertos. Sin olvidar su sentido crítico. Y en la medida en que ha reconocido la acción de Dios, ha obedecido generosamente. Es lo que ha ocurrido en Lourdes, Pontmain, Fátima, Beauraing, etc. Y todo esto es sencillamente normal.
Cuando tenemos noticia de que una persona querida ha tomado el avión para venir a vernos, es congruente acudir rápidamente al aeropuerto, sin ponernos a pensar: «Puede tratarse de una equivocación. Cabe que el vuelo se haya anulado. Mejor no ir, para evitar quedar decepcionado si no fuera cierto» . Este lenguaje no tiene sentido para el que ama. El amor preferirá mil veces arriesgarse a la decepción si no encuentra a quien ama, antes que perderse su llegada.
Y todo esto se hace evidencia en el corazón de quien todavía lo tenga. Los razonamientos contrarios, que se multiplican hoy cuando de apariciones se trata, son extraños al amor. Pretenden sembrar la indiferencia respecto a Dios, a Cristo, a Nuestra Señora.
Añádase la urgencia que proclaman algunos mensajes de apariciones: el mundo está en peligro, convertíos, etc. Si percibimos una señal de alarma en alguna parte, no decimos: «Que se ocupen las autoridades, los bomberos o quien sea». No; en tal caso, procede avisar a los responsables y proteger al más necesitado. Quien esto no hiciera, pecaría por negligencia y falta de asistencia a alguien en peligro.
Monseñor Laurence, obispo de Lourdes, y otros han aplaudido la generosa prontitud de los fieles para discernir los signos del Cielo. El mandamiento que reconoce la autenticidad de las apariciones de Massabielle ve en el «concurso de personas» en la Gruta uno de los argumentos que dan fundamento a la autenticidad de las apariciones. Catalina Labouré y Don Bosco reconocieron con alegría estas apariciones antes de que monseñor Laurence las autentificara.
Pues entonces, si los fieles se hubieran atenido a los criterios que prevalecen hoy, ignorando estas apariciones, habrían hecho inútil que la Iglesia se ocupara de ellas y las juzgara. Aquellas apariciones habrían nacido muertas, y la Iglesia no hubiera tenido ocasión de ejercitar su función pastoral.
Discernimiento de los fieles y juicio de la Iglesia
Quienes prohíben el ejercicio normal de la fe de los fieles, magnifican, en contrapartida, el juicio de la autoridad como si se tratara de un veredicto infalible. La fe de los fieles, presionada así por esta infalibilidad, debería abstenerse antes, tanto como someterse después. Ciegamente en ambos casos.
Tampoco es ésta ahora la tradición de la Iglesia. Las apariciones y signos celestiales han tenido siempre un margen de libertad, como respuesta a una interpelación de Dios, en modo alguno sordo y mudo, como lo eran los ídolos sobre los cuales ironizan los Salmos (115, 6; 135, 17).
Y eso se fundamenta en una razón profunda, al mismo tiempo que en la lucidez y circunspección de la Iglesia: el magisterio habla en nombre de Cristo y con su autoridad divina cuando anuncia su Revelación, el Evangelio. Mas, cuando se trata de discernir si tal curación es un milagro, una obra de Dios, o si es la Virgen la que se aparece a tal o cual vidente, entonces tiene lugar un hecho diferente en la vida de la Iglesia. Cualquiera que sea el esmero con el que los expertos reunidos por el obispo se pongan a verificar todos los aspectos del caso, nunca abarcarán en su totalidad la aparición misma. El discernimiento está fundado en conjeturas. Es probable, pero no infalible. Por tal razón, tanto antes como después del juicio de la Iglesia la libertad cristiana permanece abierta y activa en esta cuestión (dentro del orden, la prudencia y la caridad, por supuesto).
La Iglesia no es un presidio. Su ley es la libertad en el Espíritu, que triunfa armoniosamente si la caridad y la obediencia animan las relaciones entre pastores y fieles. Porque el Espíritu Santo inspira también la humildad y la obediencia.
El padre Estrate, guía espiritual del Carmelo de Belén, muy perplejo ante los prodigios que se multiplicaban en la vida de sor María de Jesús Crucificado, preguntó un día a Alfonso de Ratisbona (el converso de la Medalla Milagrosa) lo que él pensaba de ella. Alfonso le escuchó, y le hizo solamente esta pregunta:
-¿Es obediente?
-¡Oh! -dijo el padre Estrate-, en cuanto a esto, nada hay que decir. Es un verdadero modelo.
-Entonces podéis creer en su santidad, como yo mismo creo en ella, a pesar de todo lo que pueda haber de extraordinario.
Esta hermanita árabe está hoy beatificada, pese a todo lo maravilloso (divino y diabólico) que abundó de manera tan desconcertante en su vida.
Los verdaderos videntes tienen por instinto el sentido de esta libertad de Dios y de los hombres, como también lo tienen de la obediencia en la que se manifiesta. A los peregrinos que preguntaban a Vicka (vidente de Medjugorje):
«¿Qué hacer para convencer a los que no creen en apariciones?»
Ella respondió (pese a su convicción personal):
«Cada cual tiene libertad de creer o no creer en Medjugorje. La Gospa no ha dicho: “Tú debes creer. Tú no debes creer”. Cada uno es libre» (entrevista del 5 de agosto de 1987 en Derniéres Nouvelles, núm. 7, p. 78).
Y en otra ocasión se le preguntó:
«¿Cómo convencer a los escépticos?»
« No los convencerás con palabras. No lo intentes. Es la vida, el amor, la constante oración por ellos lo que les convencerá de la realidad que tú vives» (octubre 1987, D. N., núm. 7, p. 76).
Monseñor Franic se expresaba con la misma serenidad sobre su discrepancia con monseñor Zanic, enemigo de estas apariciones.
Traspasemos, pues, con el concilio, las estrecheces jurídicas que transforman a los fieles en robots, buenos solamente para esperar ciegamente, reducidos a la obediencia pasiva, tanto antes como después del juicio de la Iglesia. Antes, abstención; después, sumisión. Esta pasividad es contraria a la esencia de la vida cristiana y de su libertad, porque los fieles y la autoridad viven de la gracia de Dios, de las luces del Espíritu. Las comparten y cooperan en el discernimiento. Y estos problemas se resuelven fácilmente si cada cual pone lo que le corresponde para hacer prevalecer la caridad y la obediencia, conjugándolas con la apertura de corazón y el sentido crítico.”
Extractado de: Padre René Laurentín (1991) Apariciones Actuales de la Virgen María. Ediciones RIALP S.A. Madrid.
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